Comenzaré este artículo con una pequeña historia. Cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia. No es la historia de nadie en especial, y es, al mismo tiempo, la historia de muchas personas, en diferentes circunstancias.
La cita médica

Marina mira la pantalla de nuevo, 33 C1, al fin es su turno, cierra la novela que ha acortado la larga espera, se pone de pie y con la cartera colgada en el hombro, camina hasta el consultorio número 1. Toca la puerta, entra, un guapísimo médico le sonríe y la invita a sentarse. Ella le devuelve una sonrisa coqueta, se acomoda el pelo detrás de las orejas, se sienta, cuelga la cartera del espaldar de la silla, cruza las manos que descansan sobre los muslos, espera. El médico clava los ojos en la pantalla y teclea a toda velocidad. La sonrisa ha desaparecido, pasan los minutos, Marina siente que su pierna derecha se mueve nerviosa, como siempre le sucede cuando se impacienta. Tose, carraspea, el médico, sigue en lo suyo. De repente, una oleada de calor se enciende dentro de su pecho, trepa de un solo golpe hasta la cara, que se le cubre de sudor. Marina se ventila, el médico, sin mirarla, le ofrece una caja de pañuelos desechables. Ella agarra varios, se seca con dignidad, la sonrisa ha sido reemplazada por unos labios apretados. Al fin, él la mira y así nada más, sin anestesia, la pregunta:
-¿Edad?
-Cuarenta y nueve- dice Marina entre dientes.
-Fecha de nacimiento- los ojos del médico se fijan en ella por un segundo.
-2 de octubre de 1968- Marina carraspea.
-Ah, Cincuenta y dos años- corrige el médico mientras teclea y sonríe de medio lado mientras mueve levemente la cabeza de un lado a otro.
Marina se pone de pie y con la cara roja y mojada de sudor, agarra su cartera y sale del consultorio dando un indignado portazo.
***
Marina, como muchas mujeres, se quita unos cuantos años cuando alguien le pregunta la edad; es casi automático, como si al hacerlo, el tiempo se detuviera o, mejor aún, avanzara en reversa. Para colmo de males, está en plena menopausia y los calores aparecen sin previo aviso, estropeando el maquillaje, el peinado y, sobre todo el mal llamado, amor propio.
¿No sería maravilloso que la edad de cualquiera fuera sólo un número, una cuestión secundaria? ¿No sería genial que a nadie le molestara que le hicieran esa pregunta? Y mejor aún, ¿no les parece que sería mejor todavía, que la respuesta fuera algo tan trivial, que sólo fuera relevante para eventos prácticos, como, en el caso de la historia de Marina, ir a una cita médica? Es absurdo que alguien se tenga que disculpar al hacer la pregunta y que la respuesta, sea fuente de miedo o vergüenza.

Estudié Educación Física y gracias a ello he tenido la fortuna de trabajar con personas de cero a cien años. Cuando estaba más joven, la manera como los otros percibieran mi edad, no me parecía relevante. Sin embargo, a medida que me fui acercando a los cincuenta y más, me empezó a importar cómo me veía cada grupo de edad y como me percibía a mí misma, estando entre ellos. Para los que son mayores que yo, aún estoy joven. Si quienes me rodean son ancianos, me encuentro prácticamente en la mitad de la vida. Si, en cambio, estoy entre niños, adolescentes o adultos jóvenes, soy vieja (llamemos las cosas por su nombre). Tanto unos, como otros, han preguntado mi edad. Los niños, con su espontaneidad y sinceridad descarnadas, me han dado unas cuantas lecciones. Mi autoestima ha sido puesta a prueba con frases como: “profe, tú eres vieja, tienes arrugas y canas” o “profe, ¿cómo puedes hacer eso si estás vieja?” o, mi favorita, “eres la persona vieja más joven que conozco” y me lo van soltando así nada más, como lo más natural. Y yo les contesto, “si, estoy algo vieja”. La conversación se queda allí, continuamos conversando o jugando, el mundo no se detiene, y yo sigo en lo mío, serena.
No siempre fue así. Tengo muy presente el día que empecé a teñirme el pelo. Tenía alrededor de cuarenta años y una compañera de trabajo se me quedó mirando fijo y me dijo “¡Anita! ¿A qué hora te llenaste de canas?”. Al día siguiente las canas habían desaparecido. ¡Qué descanso! Y eso que todavía faltaban diez años para llegar al temido, medio siglo.
Durante años, me sentí halagada cuando me decían que no representaba mi edad, que me veía mucho más joven. ¿No les parece absurdo que las mujeres jamás tenemos la edad correcta? Es más, después de los treinta, aparentar la edad que realmente tenemos, es prácticamente un defecto.
Terror a envejecer

Parece exagerado hablar de terror, pero es real y, además, es alimentado permanentemente por los medios de comunicación y por un sistema infame que nos manipula para que compremos cremas, vitaminas, extractos milagrosos, cirugías, maquillajes, tintes para el pelo, en fin, todo aquello que nos haga creer que hemos logrado detener, retrasar o esconder el fatídico paso del tiempo sobre nuestro cuerpo.
Yo diría que ese terror no es infundado. En un mundo donde las oportunidades laborales están centradas en las personas jóvenes, donde nos venden la belleza y la juventud como sinónimos y además, como requisitos para ser felices, donde la demencia es una amenaza que muchos hemos visto tan de cerca y donde el sentido vida para muchas personas se centra en el éxito profesional, la acumulación de riqueza o la realización personal a través de los roles de pareja o familiares, es apenas lógico que llegar a viejos, o ser llamados viejos, sea una desgracia. Y aunque el panorama parece gris y sin salida, es sólo una mirada.
Envejecer es un proceso de transformación natural por el sólo hecho de haber vivido una cierta cantidad de años. Los cambios en la piel, el pelo, en los diferentes tejidos del cuerpo, en la manera de ver y asumir la vida, son apenas lógicos. Sin embargo, mientras unas personas son capaces de vivir con plenitud este proceso, otras, lo padecen, lo llevan como una pesada e inevitable “cruz”.
Otra mirada

Me gusta hacer ejercicio, cuido de mi alimentación, de vez en cuando uso cremas para las arrugas y he usado editores de fotos que me han rejuvenecido diez años con un simple “clic”. Pero haga lo que haga, nada me quita lo vivido. La cuestión no es si es correcto o no, usar editores, teñirnos las canas, echarnos cremas o realizarnos procedimientos estéticos para vernos más jóvenes. La cuestión es por qué lo hacemos. Dejo la pregunta en el aire. No hay una respuesta correcta, el asunto es muy personal. Pero no sobra echar una miradita hacia adentro.

Existen muchos imaginarios en torno a la llegada de los cincuenta y más, ideas que nos han inculcado, que se escuchan por todos lados. Ha llegado la hora de sacudirse esas ideas insensatas y locas que nos han metido en la cabeza.
La próxima vez que te pregunten tu edad, te tengo una propuesta: suelta el número tranquilidad, como si te preguntaran la hora. Luego, observa qué sientes, respira y permítete sentir el latido de tu corazón y la vida fluyendo por tus venas. Si la persona que te pregunta, se siente incómoda, sólo la miras a los ojos y le sonríes desde tu corazón. Tu actitud le enseñará que todo está bien ( a ti también).
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