Mi casa es más que mi casa, es ciudad, país, continente.
Por ella corre mi infancia, mis primeros amores, mis anhelos,
y se arrastran como serpientes, mis viejos rencores y miedos.
Mis manos que saben enseñar, escribir versos y cuentos,
ahora lavan baños, cocinan, manejan con pericia el trapero.
Los viernes saben a martes, los domingos a jueves y los lunes saltan felices porque al fin, alguien los quiere.
El dinero se hace escaso, el trabajo está parado y yo estiro los billetes como si fueran de caucho.
Pero algo me ha pasado…
Me parezco a esas mujeres que caminaban despacio,
que cuidaban de la casa con solicitud y celo,
esas que hacían remedios con yerbas, que hablaban con las plantas,
y que al finalizar el día, se acostaban cansadas.
Cuando esta cuarentena se acabe y vuelvan las viejas rutinas,
quiero seguir cocinando con amor y con esmero,
llamar a los días por su nombre, sólo por cosas de agendas,
que el lunes sea un día para bailar contenta,
y el viernes pueda acostarme temprano, sin pensar en la fiesta.
Quiero vivir hora a hora, tomarme un café mirando el cielo,
tener tiempo para no hacer nada y también para soñar despierta.
Cuando vuelva la vida de siempre,
cuando las calles de nuevo estén llenas,
quiero que mi alma aunque esté afuera,
siga en cuarentena.
Para que no se le olvide,
que las cosas que de verdad importan,
son esas que una a una sumadas,
resultan ser inmensas.
No quiero que la vida me arrastre,
como un perro paseando a su dueño,
quiero al mejor estilo de los niños,
saborearme el momento.
Cuando todo esto acabe,
porque seguro así será,
espero necesitar menos,
reír mucho más,
tomarme la vida con calma,
y aprender a vivir en paz.
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