Existe una fina línea que separa la perseverancia de la terquedad. No es fácil determinar dónde está, pero yo diría que hay una parte de nosotros mismos que es capaz de reconocerla, si nos detenemos y prestamos atención a sus señales.
Quienes pasamos los cincuenta, somos una generación que ha sido educada para el sacrificio y la lucha, para alcanzar nuestras metas a como dé lugar. Hasta no hace mucho tiempo, se consideraba que había profesiones para las que, en teoría, las mujeres no estábamos hechas, las que «osaban» realizar tareas consideradas masculinas eran tildadas de «marimachas», «machonas», rebeldes sin causa. Teníamos que esperar a que el muchacho que nos gustaba se dignara a llamarnos por teléfono y nosotras pasábamos horas al lado del dichoso aparato, con la esperanza de que al mirarlo fijamente por un buen tiempo, sonara y al otro lado del cable se escuchara la voz del tan anhelado príncipe azul. Las mujeres de nuestra generación fuimos educadas con cuentos de hadas y príncipes que vendrían a salvarnos, pero también la vida nos mostró que los príncipes no existen y que nosotras podíamos ser reinas de nuestra propia vida y que no necesitábamos ser salvadas, porque teníamos la fuerza, la inteligencia, el carácter, el tesón, el talento para lograr lo que nos propusiéramos. Entonces, nos convertimos en guerreras, trabajamos, criamos hijos, atendimos la casa, al marido, no todas, muchas eligieron la soltería, otras, valientes, desafiaron la heteronormatividad y vivieron sus historias de amor diversas. En resumen, cargamos sobre nuestros hombros, pesos insospechados.
La terquedad no tiene género. Nuestra cultura machista, los medios de comunicación, la publicidad, nos han metido en la cabeza que los hombres deben ser «fuertes», invencibles, de manera tácita se les ha prohibido, expresar emociones como la tristeza, el miedo, la frustración, mostrar vulnerabilidad, sensibilidad y son tildados de «niñas», malcriados, llorones, débiles, si dejan ver, frente a los demás, su vulnerabilidad. Es así como muchos hombres llevan sobre sus hombros, en silencio, cargas que por ser invisibilizadas, no dejan de ser pesadas.
La terca locura

La perseverancia nos permite alcanzar nuestros objetivos a pesar de las dificultades, los obstáculos, los retrasos y los períodos de desánimo. Sin embargo, hay momentos en la vida en los que debemos decir: alto, es suficiente, por aquí no es la cosa. Esto aplica a todas las áreas de la vida, la salud, el trabajo, los negocios, las relaciones con los demás y consigo mismo. En las redes nos encontramos con frecuencia la frase «locura es esperar nuevos resultados haciendo siempre lo mismo» y yo le añadiría, «locura es estrellarse una y otra vez con la misma piedra y no cambiar el rumbo».
Todos hemos vivido la frustrante experiencia de intentar obtener un resultado a pesar de que, en el fondo, sabemos que ni siquiera tiene sentido y como niños pequeños, hacemos pataletas, ya no con gritos y patadas, sino con crisis existenciales, nos deprimimos, manipulamos, nos volvemos tóxicos. ¿Cuántas parejas han permanecido juntas durante décadas, a pesar de saber que son irremediablemente infelices?, ¿Cuántas veces hemos hecho dietas espantosas para bajar de peso, para subir de nuevo, porque nos empeñamos en continuar con hábitos poco saludables?, ¿Cuántas veces nos hemos empeñado en vernos, actuar, ser, para complacer a otros, excepto a nosotros mismos?
Está bien tener la tenacidad para no abandonar nuestras metas cuando encontramos tropiezos. Los obstáculos nos hacen fuertes, creativos. Pero llega un momento en que debemos reconocer que la perseverancia ha quedado atrás hace mucho tiempo y le hemos dado paso a la terquedad, a la rigidez, a la imposibilidad de cambio. Con frecuencia nos preguntamos porqué estamos durmiendo mal, sufriendo de ansiedad, depresión, teniendo pesadillas, padeciendo dolores de cabeza, gastritis, reflujo, espasmos musculares, accidentes. Y me pueden decir, que esas son cosas físicas, que es por la mala alimentación, el estrés del trabajo, los problemas de la vida. Pero está demostrado que todo está conectado, que las emociones y las enfermedades están relacionadas, que los malos hábitos son con frecuencia conductas autodestructivas, que el cuerpo anuncia con pequeñas señales y luego con grandes males. En resumen, que ha llegado el momento de prestarle atención a cómo estamos viviendo.
Una invitación

Ojalá no esperáramos a llegar a los cincuenta años y más, para observarnos a nosotros mismos de manera valiente y honesta, evaluar si hemos dejado de ser perseverantes y, tercamente, estamos empeñados en luchar por lo que ya no fluye y que, además, nos va desgastando por dentro. Merecemos la paz, la armonía, la plenitud y yo diría, que si hemos de ser perseverantes, que sea para ser mejores personas, más justas, más empáticas, más amorosas, con nosotros mismos y con quienes nos rodean.
La terquedad no nos lleva a ningún lado y, al contrario, no nos deja avanzar a donde verdaderamente deseamos ir. Como siempre, les tengo una invitación: amémonos más, tratémonos bien, seamos fieles a nosotros mismos. Y si vamos a estar locos, pues entonces, mejor ser locos contentos, sanos, capaces de bailarnos la vida, reírnos de nosotros mismos y «hacernos los locos» con lo que piensen de nosotros los demás.
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