No sé si conozcan esta canción: EL BAILE DE LOS QUE SOBRAN, del grupo chileno de Rock en español, Los prisioneros. Se estrenó en septiembre de 1986. En esos tiempos yo andaba por mis «veintipico», estudiaba en la Universidad Pedagógica Nacional de Bogotá, era una estudiante importada de Cali, egresada de un prestigioso colegio femenino. Venía de vivir en una burbuja, no veía más allá de mis narices. Al principio mis compañeros me miraron con recelo, la caleña «pinchada», estudiando para ser maestra. Fue en la Universidad Pedagógica donde conocí el verdadero sentido de la solidaridad. En una ocasión perdí mi billetera, no se imaginan el drama, se me vino el mundo encima. Entonces, sin pedirlo, un compañero me dio dinero para que fuera a almorzar; luego supe que era lo único que tenía en el bolsillo, pero me lo dio a mí, la que si se saltaba una comida no se iba a desmayar y sólo había aguantado hambre por andar a dieta. La billetera apareció, pero esa experiencia me cambió para siempre; esos «otros» que eran desconocidos (y hasta invisibles) para mí, dejaron de ser «ellos» y comprendí que sólo hay «nosotros».
Vivimos en un planeta con 7.500 millones de habitantes (o más), todos tan diferentes, tan únicos y al mismo tiempo, con las mismas verdaderas necesidades y derechos. Pero, en nombre del progreso, la humanidad se volvió insaciable; hay que desear tener más, soñar en grande es sinónimo de ser ricos, poderosos, bellos, famosos; además, debemos escalar, hasta dónde, no sabemos, aunque ello implique pasar por encima de quien sea, de esos que son «invisibles», no porque no estén, sino porque es mejor, no «verlos»: LOS QUE SOBRAN.
Cómo convivir en paz cuando pensamos que unas vidas son más valiosas que otras, que el tamaño de la cuenta bancaria, de la casa o del poder, es directamente proporcional al tamaño de la felicidad; que los sueños de unos , son mejores que los sueños de otros, que la solución a los problemas es taparlos o negarlos, que los que piensan que la respuesta es la paz, el amor y el respeto, son un montón de ilusos, ingenuos y soñadores. Qué sería de este planeta sin ellos, los que se cuestionan, los que piensan distinto, los que creen que hay una manera diferente de hacer las cosas y luchan por ello, aunque a veces, eso les cueste la vida. No sé ustedes, pero esto me recordó a alguien que vivió hace dos mil años y que…bueno…dejemos las cosas así.
Copié un trozo de la canción que lleva el mismo título que este texto:
«Nos dijeron cuando chicos
Jueguen a estudiar
Los hombres son hermanos y juntos deben trabajar
Oías los consejos
Los ojos en el profesor
Había tanto sol
Sobre las cabezas
Y no fue tan verdad, porque esos juegos al final
Terminaron para otros con laureles y futuro
Y dejaron a mis amigos pateando piedras«.
Han pasado 34 años desde que la canción salió a la luz. Imposible más vigencia. Estamos a tiempo de encontrar el norte, de desterrar de nuestros corazones y nuestras mentes la idea absurda de que hay vidas más valiosas que otras, que hay vidas desechables, que hay buenos muertos. Pero estar vivos no es suficiente, merecemos una vida digna, en la que se respeten los derechos de todos. Dicen por ahí que las nuevas generaciones se han dedicado hablar de sus derechos y han olvidado sus obligaciones. Yo digo, que educar para la vida, la paz, el respeto, la inclusión y el desarrollo de la libre personalidad, para que cada cual tenga la oportunidad de dar lo mejor de sí mismo, es el verdadero deber; de cumplir con ese deber, tendríamos una sociedad consciente de su responsabilidad con el bienestar de los demás y del planeta, que en últimas, es el verdadero hogar de TODOS.
Soy maestra, soy educadora, y creo que en la educación está la respuesta. Una educación que es responsabilidad de todos: los hogares, las escuelas y universidades, los medios de comunicación, la tecnología, el arte, las relaciones. No como adoctrinamiento, todo lo contrario, como la posibilidad de que cada individuo, cada colectivo, comprenda su importancia en el bienestar de otros, que sea capaz de preguntarse, proponer, crear, de participar activamente en la gran utopía: traer el cielo a la tierra.
Los invito a la empatía, intentar hacer el ejercicio de ponernos en el lugar de esos que creemos tan diferentes a nosotros, un ejercicio que parece impensable, porque no conocemos qué se siente vivir en la desesperación y sobre todo, en la desesperanza, pero es imprescindible hacerlo. No desde la lástima, sino desde el sentido de humanidad. Me niego a unirme a los discursos de violencia, discriminación, desprecio. Me niego a ser parte de la energía del odio, la venganza.
Finalmente, tengo varias invitaciones. La primera, a mirar, desde el lugar que cada uno ocupa, cómo puede aportar, de manera activa y efectiva al bienestar de otros; la segunda, a recordar que estamos interconectados, que cada pensamiento, cada acción u omisión, tiene un efecto y que nos guste o no, todos, dependemos de todos; la última, a recordar que la violencia no sólo está en las armas (de cualquier tipo), empieza… en el corazón.
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