La brisa en mi cara,
el agua tibia sobre la piel,
un beso,
las manos en las manos,
la silla mullida,
los zapatos viejos,
los cuerpos ardientes,
el olor a prado recién cortado,
a café, a pan caliente, a sexo,
la danza,
las notas en los recuerdos,
los pies sobre la arena suave,
el olor a bebé,
el sonido de las olas,
la lluvia, la risa,
el abrazo,
los dedos sobre la espalda
desnuda,
las sábanas limpias,
el chocolate caliente,
las manos frías sobre el fuego,
la almohada,
los dedos por todas partes,
el placer tranquilo,
el orgasmo.

Placer sin culpa, con gozo, un derecho, casi un deber. La piel no es un envoltorio muerto del cuerpo, está viva, siente, habla, escucha, se estremece, suda, arropa, se recrea, comparte, abriga, se sonroja, atrapa. La boca no es sólo el hogar de los dientes y la lengua o donde la digestión comienza; la boca es fuente inagotable de palabras, silencios, susurros, cantos, besos, caricias, sabores, texturas. La nariz, puerta del aire, de la vida, es además, el paraíso de los aromas llenos de historias, de añoranzas, viajera en el tiempo, olores que enamoran, que unen, con hilos invisibles, los cuerpos. Los oídos, más que instrumentos para escuchar, son los guardianes de la palabra, de los secretos, los susurros del viento, el canto de la lluvia, el arrullo de las olas infinitas; testigos de la música, de los jadeos, la risa, el llanto. Los ojos, más que globos resguardados por los párpados, por donde entran luces, sombras, colores, formas, también hablan, acarician, sorprenden, atraen, excitan, admiran, se llenan de sorpresa, miedo, rabia y risa; dicen por ahí, que a través de ellos se asoma el alma.
Placer no es sinónimo de pecado

Dicen algunos que el verdadero placer está en lo prohibido. Quizás, digo yo… sólo quizás, pero no para todos. En algún punto de nuestra historia, se nos enseñó que gozar, era pecado. Si no estuviéramos hechos para el placer, nuestros sentidos serían simples sensores; seríamos máquinas, no seres humanos. Hemos aprendido, además, que hay placeres más culposos que otros. Y con la culpa vienen la mentira, el exceso, el «desmadre»; las puertas se cierran tras candados de miedo y de vergüenza.

El placer no tiene edad, es cierto, como casi nada. Pero los que pasamos de los cincuenta, arrastramos esa culpa, ese miedo a escuchar este precioso cuerpo. No hay edad para la caricia, para el beso, para el aroma, para caminar bajo la lluvia y, por qué no…saltar sobre los charcos; no hay edad para reír a pierna suelta, degustar un plato hasta chuparnos los dedos, danzar o cantar sin miedo al ridículo, dejar que el viento travieso desordene los cabellos, mirar con curiosidad, al mejor estilo de los niños, aspirar el aroma de las flores, de un bosque de pinos; la mejor edad para disfrutar de la vida, es la que cada uno tiene ahora, con ganas, sin miedo al que dirán, sin culpa, sin vergüenza.
Merecemos vivir la vida, a puertas abiertas

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