El título de hoy parece el de un cuento para niños. Y bueno, no sería mala idea escribirlo. Entremos en contexto. Como algunos sabrán, llevo ejerciendo la profesión de maestra por muchos años. Una de las áreas más desafiantes ha sido la enseñanza de la natación. Decidí optar por trabajar con niños pequeños, empezar desde cero.
Nuestra primera cuna es acuosa. Ese nido cálido y arrullado por los latidos del corazón de la madre, es nuestro hogar antes de dar la primera bocanada de aire en esta experiencia llamada vida. Para todos, el abrazo del agua debería ser, en teoría, placentero. Pero nadar es mucho más que mojarnos y sumergirnos. Es ser capaces de perder el piso y a pesar de eso, sentirnos seguros; saber que podemos desplazarnos tranquilos, respirar a voluntad, conocer nuestras fuerzas y habilidades, arriesgarnos, experimentar, jugar, disfrutar.
No todos los niños son iguales; algunos, se lanzan al agua sin miedo, no aprenden, recuerdan. Otros, sienten terror. Y fue con uno de esos niños llenos de miedo, que hizo aparición el personaje que hoy nos convoca: el DINOSAURIO COMEMIEDOS.
Photo by Kindel Media on Pexels.com
Les contaré su historia. Es preciso cambiar el nombre del niño por respeto a su privacidad: lo llamaré Camilo. Tiene 6 años, una sonrisa preciosa en la que están creciendo los dientes definitivos. Cuando nos vimos por primera vez, me miró con sospecha, se ocultó detrás de su abuela. No me quiero hundir, me ahogo, dijo serio. Me hizo un montón de preguntas dificilísimas, entre ellas, por qué, si antes de nacer, cuando estamos en la barriga de la mamá, rodeados de agua, nos sabemos nadar. Ahí les dejo este interrogante para que piensen qué le hubieran contestado ustedes.
Sigamos con la historia. Nos metimos en la piscina pequeña, el agua le daba un poco más abajo de la cintura y, al estar de pie, se sentía seguro. Entre juego y juego, empezó a sumergirse, la clase iba bien, se divertía. Hasta que llegó el momento de ir al a piscina grande, esa que tiene el piso tan lejos. Te prometo que te cuidaré, nada te pasará conmigo, le dije. Y aceptó a regañadientes. Me abrazó con brazos y piernas como un pulpo. ¡Tengo miedo, me voy a ahogar!, gritaba. Entonces llevé mi mano a su pecho y le dije: vamos a agarrar ese miedo y lo lanzamos bien lejos, ¿a dónde te gustaría que lo lanzáramos?. Se quedó pensando y respondió: a los dinosaurios de la prehistoria. Cerré mi puño con su miedo dentro de él, estiré mi brazo con fuerza, al final abrí mi mano y… el miedo se fue lejos. Ambos nos quedamos mirando cómo volaba (recuerden que la imaginación de los niños es maravillosamente vívida). A partir de ese momento, un dinosaurio vive con nosotros en la piscina. En cada clase, cuando Camilo tiene miedo, él mismo le lanza comida. Ha habido ocasiones en las que el dinosaurio ha quedado en los huesos; Camilo dice que seguro se ha ido a buscar otra piscina donde haya niños con miedo. Camilo ya está nadando, disfruta de la clase, de vez en cuando alimenta un poco al dinosaurio y sigue aprendiendo.
MI PROPIO DINOSAURIO

Tengo fama de valiente, dicen que nada me da miedo, que soy temeraria. Nada es cierto. Tal vez sí soy valiente, pero creo que todos lo somos. Como le digo a los niños, valiente no es el que nunca tiene miedo (ese está loco), valiente es quien reconoce y enfrenta sus temores. Ha habido momentos en los que he salido corriendo, lo reconozco. En otros, me he paralizado y en muchos, he logrado salir avante. Mi dinosaurio a veces está gordo y a veces flaco. Pero la única forma de alimentarlo, es reconocer a qué le tengo miedo, como Camilo.
Se nos ha enseñado a ser fuertes; nos han dicho que no tengamos miedo, que lo traguemos, que lo neguemos. Yo me pregunto ¿Cómo hacerle frente a algo que no somos capaces o no queremos ver? Con frecuencia, nuestros verdaderos miedos andan disfrazados. El reto, quitarles la máscara. No siempre es posible hacerlo solos; a veces necesitamos apoyo, como el que Camilo encontró en mí; puede ser una persona de confianza, un profesional, un libro; es también de valientes reconocer que necesitamos ayuda.
La clase con Camilo y con cada una de las personas que he tenido el privilegio acompañar, en su proceso de aprender, es como la vida: a veces fluye y en muchas ocasiones, se complica. Cuando al fin creemos que tenemos las cosas resueltas, aparecen nuevas dificultades que nos permiten ver de qué somos capaces; entonces, hacemos fiesta, nos sentimos valientes, poderosos.
No les digo que se lancen en parapente (es lo máximo), o agarren una cucaracha con la mano (estoy lejos de hacerlo). Sólo les propongo que adopten un dinosaurio y cuando sientan un miedo que no los deja avanzar, alimenten a su nueva mascota.
Vale la pena correr el riesgo de
VIVIR.
Photo by erdinu00e7 ersoy on Pexels.com
Excelente artículo Anita. Necesito un dinosaurio, hace muchos años no volví a manejar, por un accidente en carretera y sigo sintiendo miedo.
Me gustaMe gusta