Me gusta llevar un diario. Es una costumbre que tengo desde niña. Mi primer diario fue un librito que se cerraba con candado. He abandonado esa costumbre por épocas, para retomarla en momentos especiales: tiempos felices, angustiosos, desafiantes, enamorados, derrotados, sorprendentes, locos, tranquilos. De vez en cuando, mientras organizo cajones o estanterías, encuentro uno de esos diarios y me sumerjo en el pasado. Me ha sorprendido descubrir que a los veinte escribía como una persona vieja y que, ahora, a mis casi sesenta, da la impresión de que mis letras hubieran rejuvenecido. He escrito en todas partes: papeles sueltos, cuadernos, libretas, agendas, servilletas, computadores, celulares.
También he escrito muchas cartas, algunas de ellas se quedaron sin enviar; cartas de amores y desamores; cartas a mi madre, a mi hijo antes de nacer y treinta años después; cartas a casi todos mis muertos.
Y qué decir de los poemas. Allí están, escritos en tinta negra, azul o roja. Poemas acompañados de dibujos hechos mientras hablaba por teléfono o asistía a clase; poemas eróticos, furiosos, plácidos, enamorados, derrotados. De vez en cuando, cuando al despertar recuerdo mis sueños, los registro en un papel y a veces, se convierten en un poema cuento, como este:
«El azul lo contenía todo, me contenía a mí, ingrávida. El aire llenaba con lentitud mis pulmones y luego escapaba en forma de burbujas que se elevaban con sorprendente orden y prisa. El canto de ballenas rompió el silencio, unos gemidos alegres llegaron de todas partes. Lloré a carcajadas.»

Y allí están también los cuentos, a veces no llegan al papel, se quedan flotando por mi cabeza hasta olvidarlos. Cuentos inventados para mi hijo o mis cientos de alumnos; cuentos de esos tiempos en los que esperaba príncipes azules, hasta que dejé de esperarlos; cuentos inspirados en cualquier cosa: una piedra, una iguana, una ventana, una anécdota ajena, un recuerdo; cuentos que logran inmortalizarse en libros.
Hay quienes escriben y convierten sus palabras en fuego y cenizas. Algunos quisieran escribir, pero sienten vergüenza, como si para hablar uno mismo fuera necesario tener buena ortografía, técnica o talento.
Dicen que escribir sana. No sé si eso sea cierto. Pero… una página en blanco es ese espejo mudo que siempre escucha, cuando con urgencia necesitamos que nuestros pensamientos se derramen sin interrupciones. Y… cuando escribimos, nos convertimos en interlocutores de nosotros mismos.
No hay fórmulas para escribir diarios. Tal vez una: el silencio. Los invito a encontrar la mejor manera de escucharse, leer su presente, volver sobre sus viejos pasos o soñar despiertos.
Leer, escribir…lujos que solo tenemos, en toda la creación, los seres humanos.

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