A veces la vida lo pone uno a prueba, otras veces, es uno mismo quien se reta. Digamos que sin importar de dónde viene el reto, la fuerza viene siempre del mismo lugar: de adentro. Hace poco llegué de un evento hermoso. Hasta hace un año, cuando vi la fotografía de una amiga en Instagram, no sabía que existía: el Oceanman. Es una competencia deportiva en la que un grupo de personas (este año fuimos casi 1.000), nadan diferentes distancias en el mar: 500 metros (para niños y adolescentes), 2k, 5k y 10k. Como quien dice, para las condiciones físicas y el reto que elija cada uno.
Yo elegí 2k, o sea, dos mil metros. Iba preparada, había entrenado desde febrero. Yo diría que la competencia empezó desde el primer día que me zambullí en la piscina y decidí organizar mi tiempo para continuar. El primer reto fue medir mis fuerzas, no estaban tan mal, pero había mucho por hacer. El segundo, aplacar mi ego. Todos mis compañeros de entrenamiento eran más jóvenes que yo, me sentí extraña, como si estuviera en el lugar equivocado, pero no. Estaba en el lugar correcto. Durante todos esos meses hice lazos, al principio un poco tímida, llegaba a la piscina, entrenaba y casi salía casi corriendo. Poco a poco empecé a saludar a mis compañeros de horario, a sentir alegría de verlos, a dejar de envidiar su juventud fresca y llena de energía. No he sido buena para aceptar que me den órdenes, pero seguí al pie de la letra las de mi entrenador, con quien me siento agradecida por su paciencia y su cariño.
Llegó la hora de inscribirme a la carrera, me llené de dudas. ¿Y si no estaba lista? ¿Si llegaba de última?. Confieso que era uno de mis mayores miedos, a mi ego le encanta sobresalir, eso de ser del montón o llegar de última no le atrae para nada. Pero al final me inscribí y empezó la cuenta regresiva. El tiempo pasó rápido, a una semana del viaje a esa bella isla de San Andrés, donde se llevaría a cabo el evento, tuve una migraña. Un fin de semana completo acostada pensando que no tendría fuerzas para hacer la carrera, que me tocaría alzar la mano, en el mar, a mitad de camino, para que una lancha me rescatara. Pero el dolor de cabeza se fue y las fuerzas volvieron.

Estoy de nuevo en mi casa. Ya pasó la ansiedad, completé la carrera, atravesé la línea de meta feliz, los nervios se esfumaron con la primera brazada, ese mar azul inquieto e infinito me abrazó durante una hora y nueve minutos, muchas nadadoras pasaron a mi lado y siguieron adelante, yo braceaba, respiraba, una que otra ola atrevida se metió en mi boca, miraba hacia adelante, buscaba las boyas que me iban marcando el camino, a veces no las veía y tenía que confiar en las nadadoras que iban delante. Al fin llegué, crucé la meta feliz, recibí la medalla y fui a buscar a mi grupo de amigos que habían llegado antes que yo.
El resto fue paseo, camaradería, aprender a ver el mundo desde los ojos de quienes podrían ser mis hijos pero son mis compañeros de deporte, admirar y envidiar su forma desparpajada de bailar y bromear, saberme de otra generación pero al mismo tiempo sentirme parte de la danza de la vida, sin complejos, sin esa vergüenza absurda por ser mayor que ellos, o simplemente por ser mayor, como si no fuera un honor y un privilegio haber vivido por tantos años (y lo que falta todavía por vivir).
Le doy las gracias a ese MAR ABIERTO, que me abrazó toda, que me acogió como cada uno de nosotros debería acogerse a sí mismo, con sus retos, sus miedos, sus fortalezas, sus experiencias tan únicas, por lo amado, lo odiado, lo dado, lo recibido, lo aprendido y por aprender.

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