Durante el transcurso de la vida experimentamos una infinidad de encuentros, permanencias y despedidas. Son como continuos intervalos que pueden darse de manera continua o paralela. Mientras un trabajo puede durar veinte años, en ese lapso de tiempo se pueden vivir diferentes relaciones de todo tipo. Quizás nuetros amigos de toda la vida sean testigos de cambios de trabajo, ciudad, país, pareja.
Despedirse es parte de la vida. Ahora bien, que las despedidas sean naturales, no las hace más fáciles (aunque, siendo sinceros, celebramos muchas de ellas).
Cada etapa de la vida está llena de adioses: nos despedimos de compañeros de estudio, de trabajo, de amigos que se van a vivir a otros lugares, de relaciones que terminan por las razones que sean, de casas habitadas por tantos años, de profesiones, proyectos, sueños. Nos despedimos de proyectos fallidos o nunca iniciados. Nos despedimos de la lozanía de la piel, la firmeza de la carne, de la memoria fotográfica, de las notas altas al cantar, de maratones deportivas o de fiestas de largo alcance. No despedimos de nuestros viejos que van partiendo o de jóvenes que no llegan a viejos.
¿Cómo logramos sobrevivir a tantas despedidas? ¿Cómo somos capaces de despertar cada día, aprovecharlo de la mejor manera posible, a sabiendas de que podríamos estar ad portas de un nuevo adiós?
Es que no todas las despedidas son pérdidas, muchas de ellas, la mayoría, diría yo, son ganancia; pero en la mayoría de los casos sólo podemos verla a través de la perspectiva del tiempo. Cuando los hijos crecen, muchos de ellos se van. En algunas culturas, al cumplir cierta edad, sus padres, como los pájaros cuando sus polluelos están listos, los lanzan del nido. En otras, el proceso es más lento, los hijos se van cuando se casan, cuando deciden hacer su propio hogar o desean experimentar la vida en otras latitudes. Todos, sin excepción, dejan un vacío. Un espacio no sólo en la casa de los padres, sino en su corazón. El de la casa se llena fácil, es cosa de mover o comprar muebles, el del corazón, como el vacío de cualquier ser querido que se aleja de nuestra vida, no. Y yo me pregunto entonces, ¿Cómo puede quedar un hueco en el corazón? ¿O varios? ¿A medida que pasa la vida nuestro corazón se va pareciendo a un queso Gruyere?
Mi respuesta a estas tres preguntas, es NO. Aclaro que es mi opinión personal, no la verdad revelada. Si el corazón se llenara de huecos con cada pérdida, con cada despedida, llegaría un momento en que no quedaría nada dentro de él, sería una especie de cáscara de huevo hueca, a punto de romperse. Sucede todo lo contrario con el corazón: a medida que vamos haciéndonos mayores, se hace más fuerte, porque ha amado mucho, porque, a pesar de todas las despedidas, ha vivido mucho amor. Y en ese dar y recibir, recibir y dar, ha sido capaz agradecer, de ver más allá, desde esa perspectiva de la vida que se adquiere con el paso de los años.
Mi respuesta a la pregunta, cómo sobrevivir a tantas despedidas, cómo no caer en la tristeza y perder las ganas de seguir adelante, es: aprender agradecer, a soltar, a voltear la página, a permitirnos el privilegio de experimentar un nuevo capítulo, otros paisajes, relaciones, experiencias, maneras ver la vida, dejar atrás el pasado. Quedarnos con lo aprendido, sacudirnos, al mejor estilo de un perrito mojado, esas cargas y creencias que hacen nuestro caminar difícil y pesado. Mirar atrás sólo para darnos cuenta de lo fuertes y valientes que hemos sido y mirar al presente con sentido del humor y curiosidad por ver qué es lo que sigue.
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